viernes, 27 de diciembre de 2013

Mi amo y señor...



Señor Mío. Dos puntos.

Con esto de internet y la difusión que proporcionan las redes sociales, parece que cualquier hijo de vecino puede opinar como si aquí todos fuéramos de pronto expertos en política, como lo es usted. Como si aquello de decidir sobre los derechos de la ciudadanía les competiera a la ciudadanía.  Como si aquello de que los ciudadanos estén contentos tenga algo que ver con la buena política, ¿verdad?

Seguro que piensa que esas voces que se oyen por las redes sociales son como el coro de los grillos que cantan a la luna, que diría Machado. Porque, claro, son los haraganes, los desempleados, los que se aburren: esos son los que tienen tiempo para meterse en internet y protestar. Será que no tienen nada mejor que hacer. No representan a nadie. Si me apura no se representan ni a sí mismos, porque no tienen ni idea de lo que hablan, ¿no? Vamos a hacer caso de los que no dicen nada, que son la mayoría y, como no dicen nada (o al menos no les oímos) entendemos que no tienen nada que decir y todos contentos. Ah. Que no. Que no estamos contentos todos… ¿Pues sabe usted qué? Que yo sí que tengo algo mejor que hacer: podría estar jugando con mi hijo de tres años y el tren que Papá Noel le dejó bajo el árbol. Podría estar haciéndole carantoñas a mi bebé y muriéndome de amor al verla reír. Podría estar abrazadita a ambos en el sofá viendo la tele o leyendo un libro tranquilamente y morir de felicidad. Pero estoy aquí, escribiendo, porque esta rabia, esta impotencia, este sinsentido lleva carcomiéndome días. Así que yo también le voy a dar mi opinión, aunque usted haga con ella lo que acostumbra y la use para limpiarse su ilustre culo. Con un poco de suerte, a lo mejor a base de pulirlo se lo acaba pelando.

Usted es padre. Seguro que entiende lo que le voy a decir: amo a mis hijos. Han nacido porque merecen vivir. Porque yo he querido que vivan. Porque yo he ansiado abrazarlos y sostenerlos en mi pecho. Porque he sido madre de cada uno desde que sospeché el embarazo, mucho antes de que ningún test me lo dijera. Sólo puedo imaginarme intentando con todas mis fuerzas hacerlos felices mientras tenga aliento. Es mi deber proteger su vida y asegurarme de que puedan vivirla con dignidad y plenitud. Es mi deber y fue mi promesa desde el momento de decidir que los traería al mundo. Esa promesa es la que usted quiere defender con su ley. Pero en el escenario en el que una se imagina a su hija -la misma que fue embrión, la que fue el feto que usted protege- siendo feliz, no entra una situación en la que un puñado de matones abuse de ella sexualmente. Imaginar a mi pequeña, a la mitad de mi alma, viéndose obligada a hacer algo que no quiere sexualmente (ni en cualquier otro sentido) me encoge el corazón y me da ganas de llorar. Y ahora entienda que obligar a una mujer a vivir un embarazo y un parto que no desea, en cuanto a su sexualidad atañe, es tan atroz como prohibirle bajo pena que pueda reproducirse. Es, en sí mismo, un atentado contra la libertad sexual y por tanto es, en todos los sentidos, un abuso sexual. Una violación. Usted, señor mío, es el matón.

Seguro que como padre también experimentó, en ese momento en el que vio a sus hijos por primera vez, esa sensación, ese pensamiento que cruza por la mente de todo progenitor que no nos deja contemplar un mundo en el que nuestros hijos no existan. Protegeríamos su vida y su existencia con la nuestra propia. No entendemos que ellos puedan no ser, no estar. Yo no entiendo cómo podía existir la vida antes de ellos ni entiendo cómo podrá seguir existiendo cuando ellos ya no estén. Y estoy absolutamente convencida de que a usted le pasa lo mismo con sus cuatro hijos. Pero no es consciente, no comprende, que todo está conectado, que el tiempo es un fluir que se mueve en ambas direcciones y que, tal vez, sus hijos, esos a los que tanto ama, esos sin los cuales no entiende que haya vida, existen porque no existieron otros antes.


Seguramente no lo sepa: una mujer no fabrica óvulos, sólo los libera. En el momento de nacer la mujer ya tiene todos los óvulos que liberará (o fecundará) en su vida. De modo que, como forma de vida potencial, a nivel celular, no deberíamos hablar de proteger una vida, sino de proteger varios cientos de ellas y otorgarles a todas el mismo derecho.

Me fui de casa cuando cumplí dieciocho años. Siendo, en casi todos los sentidos, una niña. He trabajado siempre, he tomado mis decisiones (las buenas y las malas) y, sea mejor o peor, tengo la vida que me he ganado, la que yo he querido y elegido para mí. Estoy convencida de que también es lo que usted quiere para sus hijos: que ellos puedan labrarse su propia vida en virtud de sus deseos. Cuando tuve mi primer piso, sin saber muy bien cómo, un matón, un despojo, un parásito maltratador acabó metido en mi casa. Y, cosas de la mala suerte, me preñé contra mi voluntad. Pero por mi voluntad sí interrumpí el embarazo. Quiero que me responda una cosa, señor mío. Quiero que me explique POR QUÉ aquel bebé, sólo por haber llegado antes, tiene más derecho a la existencia que mis dos hijos. Porque, tenga clara una cosa, de haber tenido aquel bebé es más que probable, es cuánticamente seguro, que ninguno de mis dos hijos existiría ahora. Quiero que me explique POR QUÉ me merezco más una vida atada a un maltratador, que una vida tranquila con un hombre cariñoso, que nos cuida y nos respeta a mí y a nuestros hijos. Quiero que me explique POR QUÉ y con qué derecho debe ser usted quien decida lo que debo vivir y lo que no. Quiero que me explique POR QUÉ debe ser usted quien decida cuáles de mis oportunidades deben vivir. Y quiero que me explique POR QUÉ, cojones, POR QUÉ según su ley mis hijos no merecen existir.


Qué suerte tiene, señor mío, de no tener hijas. Así se ahorrará explicarles que, pase lo que pase, y hagan lo que hagan, siempre será su padre el que decida por ellas, porque fue su propio padre, amo y señor, quien les negó el derecho a decidir.