lunes, 8 de abril de 2013

Tres






Creía que estaba tranquila, pero ahora que cada vez es más una posibilidad según me acerco a casa empiezo a impacientarme. Casi hasta me molesta físicamente tener que subir las escaleras. César no entiende que tenga que ser ya, creía que esperaría a mañana, pero sé que esto es fiable y yo no puedo seguir esperando. Esta impaciencia me va a matar.

Siempre me he sentido un poco ridícula con estas cosas. Supongo que si fuera un hombre sería más fácil, pero es que nunca sé a dónde empezar a apuntar. Y tampoco estoy muy segura de en qué momento detenerme. Rasgo el paquete y leo las instrucciones. Como si no supiera de sobra cómo funciona. Vamos allá. ¡No! No, aún no. Mejor me recojo el pelo. Joder, me voy a mear encima de los nervios. Hala, una coleta bien mona para que no se me caiga todo el pelo encima de la cara. Ahora sí. Vamos allá. Apunta, dispara, espera, quítalo, pósalo, espera… Dios, esto es lentísimo. Espera. Einstein, qué bien afinaste sin conocer estos cacharros. Llegas a conocerlos y tendríamos teoría unificada. Espera. El reloj parpadea. El mío interno ha debido detenerse. Espera. Ha pasado ya un minuto. Todavía un minuto. Ahí está, con letras prístinas como estrellas, ¡oh, sabia tecnología! “Embarazada”. Pero aún ha pasado un minuto. ¿Quedan dos? En la pantallita cabe un “No” delante de ese “Embarazada”. Que no salga. Que salga. Que no salga. Sale algo más. “Embarazada. 2-3”. Ostia… Sonrío. Me embarga. Casi lloro. Y de pronto “Oh dios… Qué hemos hecho.”

Me voy al salón. Tu hermano duerme en el sofá y tu padre ha tenido que saberlo nada más verme. Por aquello de que yo entré primero y mi mandíbula arrastrándose tres metros por detrás. Le pongo el test delante, apoyado en la mesa, y me siento en la sillita azul en la que come tu hermano. “¿Qué piensas?” ¿Me pregunta qué pienso? ¿Tengo que pensar? ¡No soy capaz de pensar! “Embarazada. 2-3”. Me quedo un buen rato mirando esa pantallita en silencio, intentando descifrar qué significa. Significa que estoy embarazada. De entre dos y tres semanas. Sé exactamente qué día fue: ese día que tentamos a la suerte y nos permitimos ser un poco irresponsables, bajo la premisa de “ya sería coincidencia”. Coño, pues fue. Significa que todo va a cambiar otra vez. ¿Significa que voy a querer menos a tu hermano? ¿Que voy a dedicarle menos tiempo? ¡No estoy preparada para quererle menos! ¡No estoy lista para quitarle tiempo! Ya lo entiendo. Significa que tengo miedo, hija. No sé muy bien a qué, pero tengo miedo.


lunes, 1 de abril de 2013

Que se jodan las croquetas



Me voy a dar un consejo, y seré breve:

Espabila. En serio. Espabila.

Conoces la teoría: disfruta cada momento porque el tiempo se te escapa entre los dedos. Disfruta de tu hijo. Exprime esos instantes al máximo. Agradece lo que tienes, porque lo tienes contigo y eso… Eso, créeme, no tiene precio. Aunque a veces se te olvide.

Conoces la teoría, pero aún te dejas llevar por la miseria. Por eso te pasó lo que te pasó ayer. Porque estabas alterada por vanalidades. Que se te rompe el coche, que la factura del teléfono ha llegado mal, que una señora te ha dicho que eres una mala madre porque tu hijo “no es sociable por tu culpa”. Y a todo esto le das vueltas mientras fríes dos san jacobos y cuatro tristes croquetas, porque tu desastrosidad organizativa ha hecho que otra vez vuelvas a encontrarte en fin de semana con la nevera vacía. Y mientras te sientes frustrada y cabreada por todas estas naderías, mientras el aceite va calentando para que las croquetas se doren poco a poco, te apoyas en la encimera y coges el móvil para ver qué novedades hay en Facebook. Como si el mundo virtual hubiera podido cambiar en los cinco últimos minutos. Y la encuentras. Y la lees.

La carta de una madre que cuenta a un íntimo grupo de mujeres cómo se despidió de su hija. Cómo se despidió de ella. Cómo la abrazó. Cómo la besó. Cómo le pidió perdón. Y lloras. Lloras larga e intensamente porque la entiendes, porque empatizas, porque es al tiempo lo más horrible, lo más bello y lo más intenso que has leído en tu vida. Lloras porque te sientes una mierda, porque te permites preocuparte y alterarte por nimiedades inútiles, en lugar de agradecer el inmenso regalo que es tenerlo ahí. Para darle otro abrazo. Para darle otro beso. Para, ojalá, tener mil oportunidades para pedirle perdón cuando tengas que hacerlo. Y reza para tener sabiduría para hacerlo. Lloras porque, a veces, aprender duele.


Y entre lágrimas y pañuelos de papel, con tu nevera vacía, se te ha quemado la cena. Pero qué más da.
Espabila. Ve a abrazarlo. Y que se jodan las croquetas.