martes, 30 de julio de 2013

Mi primer parto


"Mi primer parto"...

Cuando alguien me pregunta por mi primer parto es casi como si hablara de la historia de otra, puede que de algo que vi en la tele. Tal vez sienta que miento porque, en realidad, mi primer parto no fue ninguna de ambas cosas.

Para empezar, no estoy segura de que fuera un parto. Un parto es un proceso fisiológico natural, en el que el bebé que está listo para nacer baila compasado en cuerpo y espíritu con su madre para conocerse al fin y conocer otros abrazos, otros besos, otra piel. No… Aquello no fue un baile. Aquello fue un procedimiento médico. Una rutina. Un papeleo. Un desdén hecho proceso.  Aquello no fue un baile.

Mi primer parto no fue un parto. Y, desde luego, fue de todo menos mío. Fue de una ginecóloga que me llamaba “niña” justo antes de quitarme razón, inteligencia y valor en cada bochornosa exploración. Fue de un camillero que me trasladó antes de tiempo a un área de dilatación lleno y que me obligó a estar tumbada y desatendida durante una hora en un hall que parecía el Starbucks de Plaza España en hora punta. Fue de un séquito de personal cuyas caras ni recuerdo, administrándome todo sin consultarme nada, sondándome a mí y monitorizando a mi bebé, impidiéndome moverme. Fue de un anestesista socarrón que me riñó como reñía Rottenmayer a Adelaida por moverme mientras me incrustaba un banderín en la espalda. Por suerte, también fue de una mano entrada en años (y experiencia) que se prestó a ser sujetada por las mías mientras me ponían una anestesia que yo había repetido mil veces que no quería. Fue de unos pómulos que sobresalían bajo unos ojos inquisidores que prohibieron a mi marido acompañarme en el momento más importante de nuestra vida. Fue de quien se llevó a mi bebé. Fue de quien me contestaba como si fuera una cría impertinente cada vez que durante las siguientes cuatro horas, que pasé sola, preguntaba por qué aún no estaba con mi hijo. Fue del artista que dejó en mi cara de recién parida pinceladas distraídas de tristeza. Fue de quien me quitó el derecho a darle la bienvenida en mis brazos, donde él esperaba. Fue de una torre entintada de burocracia. Fue de todo el jodido hospital, menos mío.

Sólo nacemos una vez y tenemos derecho a hacerlo con dignidad. Eso es lo que quiero para mis hijos. Lo que querré siempre para ellos. Que nazcan como quiero que vivan el resto de su vida: felices, plenos, colmados. Disfrutando cada momento como único, como un fin y no como una transición. No como un paso. Mucho menos como un mal trago. Quiero que vivan con intensidad y que sus experiencias sean auténticas, todas y cada una de ellas. La mayoría no dependerán de mí, pero esta ha de ser nuestra y nunca más me robarán ese regalo. A Hugo ya no puedo dárselo y me pesará toda la vida -no sé si haya en el mundo abrazos suficientes para compensarle esa falta, pero prometo intentar dárselos sin escatimar uno solo-.

Esta vez será distinto. Esta vez la vida me demuestra que existe la energía, la armonía y el equilibrio. Esta vez la oportunidad se presenta en forma de regalo infitino, de conjunción de fuerzas, de magia de hadas y salvajismo femenino. Esta vez recordaré que somos fuertes y que nosotras podemos decidir. Esta vez nadie me quitará el primer regalo que le harán a mi bebé, algo que no debería ser un regalo extraordinario, sino un derecho absoluto.


Me llamo Jessica, y esta vez seré animal antes que mujer. O acaso, esta vez, seré más mujer que nunca.



Lámina de Noe San

domingo, 21 de julio de 2013

Veintitrés



He tenido un sueño maravilloso:

Despertaba de madrugada en nuestra cama. Estábamos solos tu hermano, aún dormido a mi lado, y yo. Papá ya se había ido a trabajar. Yo sabía que me había despertado una contracción: me había puesto de parto. En el total, absoluto, acogedor silencio, me ponía de rodillas y apoyaba los antebrazos en la pared sobre el cabecero de la cama. DOS contracciones. Sólo dos. Largas, profundas, intensas y emocionantes. Te noté bajar con cada contracción, abrirte paso a través de mis paredes. Gemí dulce y verdadera, como en el acto que te engendró pero con un gemido para el sexo desconocido. Para mí desconocido. Para la carne desconocido. Así se ha de gemir cuando gime el alma. Sólo dos y te recogí con mis manos. Eras un niño. Por primera vez desde que sé de nosotras no te he sentido una niña. Tu hermano dormía y yo no tenía prisa por sacar nada más de mí, así que te envolví en mi pecho y seguimos durmiendo abrazados los tres. Mi último pensamiento fue para tu padre: no se lo creería cuando llegara a casa.


La peor parte de los sueños maravillosos es que indefectiblemente se terminan. Desperté feliz, sintiéndome el animal más mágico y salvaje que habita el universo. Y poco a poco, como se va el sabor del postre con cada sorbo de café, la realidad volvió a golpearme en el pecho para recordarme que eso no sucederá. Me angustia tanto, cariño, pensar que volveremos a estar a merced de las necesidades de otros y no de las nuestras… Pero mamá te promete que va a pelear para que nuestro parto sea nuestro. Muy nuestro y solo nuestro… 

Veinte



Ha hecho muchísimo calor hoy. No estaba segura de que fuera a pasar, pero sí: los pechos me vuelven a crecer, como preparándose para rebosar otra vez. He sudado mucho, por primera vez algo incómoda. Llegué a casa con unas ganas tremendas de ducharme. Olía mi propio sudor. Me quité la camiseta. Me quité el sujetador. Huelo mucho. Huelo mucho. Pero este olor… Este olor no es sudor. Este olor es dulce. Reconozco este olor. ¿Será posible? ¿Será verdad? Y entonces me aprieto el pecho y… ¡Leche! ¡De nuevo leche! ¡Qué felicidad!

De la pura alegría salí corriendo del baño, desnuda, saltarinas tetas al viento, para enseñárselo a papá. Y claro, Hugo vio pasar una teta y allá que se enganchó. Le pregunté si salía leche y vuelve a decir que sí, ¡y que está muy rica! Me vuelvo a sentir yo, me vuelvo a sentir la yo que soy de verdad, como si las últimas semanas sólo hubiera estado esperando a que llegara este momento. Los que no entendieron mis lágrimas cuando la leche se fue tampoco las entenderán ahora que ha vuelto. La vida al fin, hija, consiste en eso: en emocionarse con lo que te quita y con lo que te da.

Vuelvo a ser fuente, y tierra, y semilla y árbol y fruta y lluvia y viento y madre,  e hija. Vuelvo a ser todo lo que puedo ser y todo lo que quiero ser. Vuelvo a ser yo. Volvemos a ser nosotros.