lunes, 25 de marzo de 2013

Tú. Yo. El Universo.



Tú no lo sabes, pero yo lo hago cada noche:


Cuando te duermes, te miro, sonrío y te beso la frente. Pero no es un beso cualquiera. Cierro los ojos, poso despacito mis labios en tu sien y espero a sentir el calor de tu sangre en mi piel. Y entonces ya no estamos en nuestra habitación. En ese momento, tú y yo estamos en el Universo. Los planetas giran y bailan enloquecidos detrás de mis ojos. Veo soles que brillan lejanos para nosotros, y toda la energía que existe, ha existido y existirá se repliega en un vórtice frenético que confluye en mis labios, para devolverte con mi beso el calor que tú me das.

Y siento miedo, cariño mío. Porque me da vértigo asomarme a ese Universo donde sólo hay energía. Siento miedo, porque no quiero morirme. Porque ME ATERRA pensar que puede haber un lugar en el que yo no soy tu madre. En el que no puedo darte un beso cada noche.

Pero te prometo, mi amor, mi Príncipe, que intentaré estar allí. Que intentaré esperarte en nuestro planeta. Que bailaré cada noche bajo un millar de soles para que encuentres el camino por si en sueños, una noche, quieres venir a por tu beso. Que esperaré siempre, por si llegara el día en que quieras volver con mamá a casa.

Eso hago, cariño, cada noche: te llevo a buscar un poquito de esa luz tan tuya, que te hace tan especial. Tan único en nuestro Universo.






lunes, 18 de marzo de 2013

Dicen que Dios






Dicen que Dios hizo el mundo en seis días, y el séptimo descansó. Eso demuestra que Dios no tenía hijos.

Si Dios hubiera tenido hijos el séptimo día habría podido hacer cualquier cosa, pero descansar no. Habría ido al parque a pasar la tarde y se habría comido un helado de tres pisos. Habría jugado a los trenes y pintado con los dedos. Habría hecho galletas y se habría pasado una hora entera limpiando harina. Habría hecho un fuerte con cajas viejas, reparado las ruedas rotas de mil coches de juguete y se habría convertido en súper héroe saltando desde el sofá.

Si Dios hubiera tenido hijos, no habría tardado seis días: habría tardado al menos cien. Porque tendría que haber explicado pacientemente por qué aquí va un río y aquí toca una montaña. Por qué hay olas en el mar y no puede haberlas en las piedras. Habría tenido que hacer pausas para untar pan con chocolate, besar golpes en la cabeza y curar pupas en las rodillas. Habría tenido que limpiar la leche que se derramó en el suelo y habría recolocado los continentes una y otra y otra vez. Se habría quedado embobado tarde tras tarde, sólo mirando sus caritas de ángel mientras duermen la siesta. Esperando -¡inocente!- que duerman cinco minutos más para poder ducharse tranquilo.

Si Dios hubiera tenido hijos… El mundo le habría quedado mucho mejor.

Las cebras serían blancas y negras, moradas y verdes, rojas y azules. Las jirafas tendrían manchitas con forma de triángulo, diamante y corazón. Los hipopótamos estarían rellenos de caramelos y las vacas darían leche de todos los sabores.

No todos los ríos irían hacia abajo: algunos irían hacia arriba o incluso de lado. Algunos irían en círculos para poder jugar a marearse. Algunos serían de chocolate. No haría falta excavar túneles en las montañas para poder pasar: bastaría con pedirles educadamente que se apartaran. Podría nevar y hacer sol al mismo tiempo. Las nubes se podrían comer. El aire nos haría volar sólo con abrir los brazos. Podríamos caminar sobre el arcoíris.

Si Dios hubiera tenido hijos, no sería el Planeta Azul, sería el Planeta Colorín. El agua no sería toda azul: sería una acuarela siempre cambiante, porque todos los peces que viven en ella irían dejando un rastro de color tras de sí al nadar. Los árboles que funcionan con clorofila serían verdes, pero habría árboles blancos que funcionan con estrellas, y árboles azules que funcionan con plastilina… Y aquellos de allí, aquellos rosas tan bonitos… Esos, funcionan con el pintalabios de mamá. Ese que lleva tanto tiempo en un cajón.

Si Dios hubiera tenido hijos, habría menos plástico y más madera. Menos deberes y más escondites. Menos relojes y más tiempo.

Si Dios hubiera tenido hijos, habría más niños felices y menos adultos tristes.

Sí… Dicen que Dios hizo el mundo en sólo seis días, y el séptimo pudo descansar… Pero ojalá hubiera tenido hijos.




martes, 12 de marzo de 2013

De bofetones y macacos.






Seguro que habéis oído alguna vez hablar de este experimento* sobre la adquisición cultural de un comportamiento específico:

Emplearon una jaula, una escalera, una banana, una manguera a presión de agua helada y diez ejemplares de macacos Rhesus. Y el experimento consistió en lo siguiente:

En la jaula, metieron a cinco de los macacos  y colocaron la banana colgando del techo sobre la escalera. Como era de esperar, en poco tiempo uno de los macacos descubrió la banana y se aventuró escalera arriba para alcanzarla. En ese justo momento, rociaron con el chorro de agua helada a TODOS los monos, y no al que había trepado. Cuando el segundo mono intentó alcanzar la banana, repitieron el proceso, rociando con el agua a los macacos de la jaula. Así, tras varias repeticiones, cuando uno de ellos intentaba trepar por la escalera al instante los otros monos se abalanzaban sobre él para evitar la consecuencia. En poco tiempo, ningún macaco intentaba acercarse a la banana ni a la escalera.

¿Y qué pasó entonces? Sacaron a uno de los monos de la jaula y lo sustituyeron por uno de los que tenían en espera. Lógicamente, no tardó en ver la banana e intentar alcanzarla. Pero en cuanto se acercó a la escalera sus compañeros se tiraron sobre él y lo separaron por la fuerza para evitar el chorro de agua helada. En pocos intentos, el nuevo mono captó el mensaje. Entonces sustituyeron a un segundo mono, y se repitió el proceso: cuando el último en llegar intentó alcanzar la banana, todos los demás, incluído el primer sustituto (que nunca había recibido el castigo del agua), lo atacaron para evitar que se acercara a la escalera. 

Y así, fueron sustituyendo uno por uno a todos los macacos, observando cómo la historia se repetía vez tras vez. Finalmente, tenían en la jaula un grupo de cinco individuos totalmente nuevo, y ninguno de ellos intentaba trepar la escalera, a pesar de que ninguno de ellos había sido nunca rociado con la manguera. A todos les había quedado clarísimo que NI banana, NI escalera.

En internet podéis encontrar esta historia en multitud de sitios, y normalmente se adorna el final con una pregunta: Si pudiéramos preguntar al último macaco en entrar por qué no intenta alcanzar el plátano, o a alguno de sus compañeros por qué agreden al que intenta alcanzarlo, seguramente responderían “No lo sé. Esto siempre se ha hecho así.”

Pues en algún momento, digo yo, habrá que empezar a pararse y pensar por qué las cosas son así.
Hace un par de semanas, en mi perfil personal de Facebook, compartí desde el muro de Mireia Long (Bebésymás) una reflexión de Alice Miller (Por tu propio bien):

“Los científicos han demostrado a través de sus investigaciones de los últimos 50 años, que el castigo físico es sin duda alguna la causa principal de que los niños crezcan con tendencias violentas, con un grado significativamente mayor de enfermedades mentales, con mayores probabilidades de cometer crímenes serios contra la gente y la propiedad y con mayores posibilidades de fallar en el matrimonio y el trabajo.”

Aquí el silogismo, creo yo, es claro: entre los adultos violentos encontramos siempre a niños que sufrieron violencia, lo cual no significa que todos los niños que sufren violencia vayan a ser adultos violentos (por fortuna, algunas almas permanecen cándidas para siempre). Aplicar un castigo físico a un niño: no se me puede ocurrir un sistema más arbitrario de educación. ¿Dónde poner el límite? ¿A partir de qué punto se considera que se le puede dar una bofetada? ¿Haces una cuantificación económica de lo que ha roto? ¿Una cuantificación del daño moral que te supone el insulto? ¿No puede llamarte imbécil pero sí, por ejemplo, neutrino? A mí me cae de cajón que algo tan subjetivo va a depender única y exclusivamente de la ira y, seguramente, propia frustración del educador, y no de la falta real del niño, que apenas sabe contar hasta veinte, mucho menos entenderá que eso que ha roto costaba quinientos euros. La violencia, para mí, sólo tiene dos posturas: a favor o en contra. No puedes estar “en contra, pero un poquito a favor”. Sería como decir que "eres fiel a tu pareja, aunque a veces un poquito no".

Quienes defendemos la crianza respetuosa y la no violencia en cualquiera de sus formas estamos muy acostumbrados a escuchar las mismas réplicas una y otra vez, y eso fue lo primero que me respondieron, que me respondió un chico, a la reflexión de Alice Miller: la defensa del bofetón a tiempo, el bien que hace, la falta que hace para enderechar a algunos, que de otra manera habrían sido idiotas. La cantidad de estúpidos que hay sueltos porque no les dieron una buena bofetada. Y, por supuesto, el argumento que, a entender de algunos, debería zanjar toda discusión posible: “Pues a mí me dieron de pequeño y no he sido un maltratado, ni soy ahora un maltratador”. ¿Sabes? Me parece muy bonito… Pero tus hijos vivirán toda su vida sin tocar esa banana.