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martes, 19 de febrero de 2013

Desobediente





La tautología es una ciencia concisa y rotunda. Absoluta. Explicar algo por sí mismo es el súmmum de la lógica simple. El silogismo purificado y convertido en ley del todo. Me quiero ir porque me quiero ir. Hace calor porque hace calor. Es un niño porque es un niño.

Un niño tiene que obedecer a sus padres.

Yo siempre había pensado que la obediencia de un hijo hacia su padre era una ley natural incuestionable. Pero un día, después de ser madre, me encontré cuestionándolo así que, por ende, incuestionable ya no es. Y si es cuestionable… ¿No puede también estar equivocado?

Tenemos varios animalitos en casa: al perro le pedimos fidelidad. A la gata un mínimo de cordialidad en la convivencia. Los peces y la tortuga sólo muestran interés en nuestra existencia cuando nos acercamos con la comida. El caracol no sabe ni que vive en casa. Si me apuráis, tengo una araña viviendo en el retrovisor derecho de mi coche, y de ella me conformaría con que no me llenara el espejo de telarañas cada noche pero, claro, no puedo esperar eso. Ninguno de ellos es bueno ni malo: son puros. Hacen lo que deben hacer. Su sola existencia ya da sentido a su existencia misma. Tenemos asumido que ellos tienen sus particularidades y su rol dentro de nuestra vida. ¿Pero el niño no puede disfrutar de ese privilegio? ¿No puede ser un niño porque es un niño? No puedes ser libre porque no eres libre. Me tienes que obedecer porque me tienes que obedecer.

La primera vez, después de convertirme en madre, que oí a alguien decirle a su hijo “¡Eres un desobediente! A ver si empiezas a obedecer, que es lo que tienes que hacer” me quedé aplatanada. Nunca lo había pensado antes. Pero en ese momento pensé que yo esa obediencia se la pido a un perro, no a un niño. Y luego pensé que ni siquiera se la pido a mi perro…

A mi perro le enseñamos unas normas para una feliz convivencia y es lo que esperamos de él: que no se coma los muebles, que no tire de la correa al pasear… Cosas básicas. Con un niño debería ser igual: estamos para enseñarles ciertas cosas, o más bien para guiarles en el aprendizaje de ciertas cosas, porque con ellos es más fácil: aprenden por imitación, así que no tenemos que sentarnos durante tardes con una galleta a decirles que “esto no” o “esto sí”. Lo van aprendiendo de manera natural con el crecimiento. Podemos ayudarles con lo que no conocen, como explicarles por qué no tienen que tocar un enchufe o pedirles que miren la carretera al cruzar. Podemos agacharnos a recoger las pinturas para que ellos aprendan al vernos que, tarde o temprano, tenemos que recoger las pinturas. Pero ¿podemos, de verdad, exigirles obediencia? ¿Obedecemos nosotros ciegamente a alguien? Es más, ¿obedecemos mínimamente a alguien? Y si lo hacemos, ¿nos gusta hacerlo? Yo no recuerdo cuándo fue la última vez que obedecí a alguien. No soportaría que me diesen órdenes. ¿A quién puede gustarle?

Esto me recuerda bastante al rey de El Principito. El rey que podía gobernar sobre todas las cosas porque gobernaba sabiamente y sólo le pedía a cada uno lo que cada uno podía dar. Por eso ordenaba al sol salir a las 7 de la mañana y a las estrellas permanecer quietas. Por eso yo no le exijo a mi tortuga que haga pis en el arenero ni al caracol que venga a recibirme a la puerta cuando llego. Si se lo exigiera y no lo hicieran… ¿en quién estaría la falta? Así tratamos a nuestros niños. Les pedimos, les exigimos y, encima, exigimos obediencia. Cuanto más lo pienso, más injusto me parece.

“Tienes que obedecer”. No hace tanto era absolutamente normal, en nuestra cultura, que un marido le dijera eso a su mujer. Que se lo diga ahora, a ver qué opinamos, a ver qué se encuentra…





Pero con los niños todo vale, porque son niños. Los gatos pueden portarse como gatos porque son gatos y los caracoles portarse como caracoles porque son caracoles. Pero los niños no pueden portarse como niños porque son niños. ¿Nadie más ve que esto atenta contra la lógica más simple? Y los adultos tampoco podemos portarnos como niños porque somos adultos. Pues vaya un invento la infancia, que está para hablar de ella y no para vivirla…

Yo creo que me conformaré con que mi Príncipe no se coma los muebles J


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