La tautología es una ciencia
concisa y rotunda. Absoluta. Explicar
algo por sí mismo es el súmmum de la lógica simple. El silogismo purificado
y convertido en ley del todo. Me quiero
ir porque me quiero ir. Hace calor porque hace calor. Es un niño porque es un
niño.
Un niño tiene que
obedecer a sus padres.
Yo siempre había pensado que la obediencia de un hijo hacia
su padre era una ley natural incuestionable. Pero un día, después de ser madre, me encontré cuestionándolo así que,
por ende, incuestionable ya no es. Y si es cuestionable… ¿No puede también
estar equivocado?
Tenemos varios animalitos en casa: al perro le pedimos
fidelidad. A la gata un mínimo de cordialidad en la convivencia. Los peces y la
tortuga sólo muestran interés en nuestra existencia cuando nos acercamos con la
comida. El caracol no sabe ni que vive en casa. Si me apuráis, tengo una araña
viviendo en el retrovisor derecho de mi coche, y de ella me conformaría con que
no me llenara el espejo de telarañas cada noche pero, claro, no puedo esperar
eso. Ninguno de ellos es bueno ni malo:
son puros. Hacen lo que deben hacer. Su
sola existencia ya da sentido a su existencia misma. Tenemos asumido que
ellos tienen sus particularidades y su rol dentro de nuestra vida. ¿Pero el
niño no puede disfrutar de ese privilegio? ¿No
puede ser un niño porque es un niño? No
puedes ser libre porque no eres libre. Me tienes que obedecer porque me tienes
que obedecer.
La primera vez, después de convertirme en madre, que oí a
alguien decirle a su hijo “¡Eres un desobediente! A ver si empiezas a obedecer,
que es lo que tienes que hacer” me quedé aplatanada. Nunca lo había pensado
antes. Pero en ese momento pensé que yo esa obediencia se la pido a un perro,
no a un niño. Y luego pensé que ni siquiera se la pido a mi perro…
A mi perro le enseñamos unas normas para una feliz
convivencia y es lo que esperamos de él: que no se coma los muebles, que no
tire de la correa al pasear… Cosas básicas. Con un niño debería ser igual: estamos para enseñarles ciertas cosas, o
más bien para guiarles en el aprendizaje de ciertas cosas, porque con ellos es
más fácil: aprenden por imitación, así que no tenemos que sentarnos durante
tardes con una galleta a decirles que “esto no” o “esto sí”. Lo van aprendiendo
de manera natural con el crecimiento. Podemos ayudarles con lo que no conocen,
como explicarles por qué no tienen que tocar un enchufe o pedirles que miren la
carretera al cruzar. Podemos agacharnos a recoger las pinturas para que ellos
aprendan al vernos que, tarde o temprano, tenemos que recoger las pinturas. Pero
¿podemos, de verdad, exigirles
obediencia? ¿Obedecemos nosotros ciegamente a alguien? Es más, ¿obedecemos
mínimamente a alguien? Y si lo hacemos, ¿nos gusta hacerlo? Yo no recuerdo
cuándo fue la última vez que obedecí
a alguien. No soportaría que me diesen órdenes. ¿A quién puede gustarle?
Esto me recuerda bastante al rey de El Principito. El rey
que podía gobernar sobre todas las cosas porque gobernaba sabiamente y sólo le
pedía a cada uno lo que cada uno podía dar. Por eso ordenaba al sol salir a las
7 de la mañana y a las estrellas permanecer quietas. Por eso yo no le exijo a
mi tortuga que haga pis en el arenero ni al caracol que venga a recibirme a la
puerta cuando llego. Si se lo exigiera y no lo hicieran… ¿en quién estaría la
falta? Así tratamos a nuestros niños. Les
pedimos, les exigimos y, encima, exigimos obediencia. Cuanto más lo pienso,
más injusto me parece.
“Tienes que obedecer”. No hace tanto era absolutamente
normal, en nuestra cultura, que un marido le dijera eso a su mujer. Que se lo diga ahora, a ver qué opinamos, a ver qué se encuentra…
Pero con los niños todo vale, porque son niños. Los gatos
pueden portarse como gatos porque son gatos y los caracoles portarse como
caracoles porque son caracoles. Pero los
niños no pueden portarse como niños porque son niños. ¿Nadie más ve que esto atenta contra la lógica más simple? Y los
adultos tampoco podemos portarnos como niños porque somos adultos. Pues vaya un
invento la infancia, que está para hablar de ella y no para vivirla…
Yo creo que me conformaré con que mi Príncipe no se coma los
muebles J
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