Soy una mujer adulta. Tengo veintinueve años, un hogar, un
coche, un hijo, un trabajo y una pequeña torre de facturas que se acumulan
entre el día uno y el quince de cada mes. Vamos, lo que de toda la vida se ha llamado ser adulto.
Ahora que una ha aprendido a quererse a sí misma ya suena ridículo considerarse “una cría”
por ciertos aspectos de la propia personalidad, como que me gusten los
dibujos animados más que a mi hijo o que esté fascinada con el hábitat para
insectos que le han regalado. Y tampoco es cosa de críos que me dé miedo,
auténtico pavor, la oscuridad.
Nadie se atreve a decirme, con veintinueve añazos y un
montón de canas que tengo, que “hay que ver que tonta parezco, como si
fuera un bebé, teniendo miedo de la oscuridad con lo mayor que soy”.
No, claro que no. A una mujer adulta nadie le dice esas cosas. Una mujer adulta
que tiene fobia a la oscuridad (acluofobia, se llama) tiene un problema real,
una enfermedad diagnosticada. Pero antes
de ser una mujer adulta con una enfermedad, fui durante mucho tiempo una
adolescente con una tara de fábrica, y antes de eso fui durante mucho tiempo
una niña con un problema ridiculizado.
Durante todo ese tiempo que mi “problema” lo era más por los
demás que por la propia oscuridad, muchas veces pensé en acudir a algún
psicólogo, a algún hipnotista que pudiera hacerme retroceder a descubrir el origen de mi miedo y así
intentar eliminarlo desde la raíz. Pero esa idea se quedó en ese saco de los Algún día, cuando tenga tiempo.
Cuando el Príncipe Hugo había arrancado a andar libremente
hacía poco, estábamos en casa de un familiar por la noche, con toda la casa a
oscuras salvo la cocina, donde nos tomábamos un café. Mi Príncipe, lógicamente -por
aquello de que es un niño-, quiso salir a explorar y, ¿qué se encontró? Un
cuerpo bloqueando la puerta de la cocina, cogiéndolo por el brazo y diciéndole amorosamente:
-
- ¡No
salgas ahí, que está oscuro y hay un coco!
Algo se prendió en mi interior. Como si le hubieran dado al
interruptor y dos neuronas que hacía tiempo que no se encontraban se hubiesen
conectado. E instintivamente pedí que no le asustaran de ese modo. “¿Por qué?”,
me preguntaron. “Porque se empieza así,
y se termina con veintinueve años temiendo a la oscuridad”.
Abrí los ojos de repente, escuchando en mi cabeza un montón
de voces de mi infancia que me resultaban familiares y me decían amorosamente: “Jessica, no vayas para
allá, que está oscuro y hay un coco”. ¡Joder! ¿Tanto os costaba ir a explorar
conmigo, panda de vagos? Claro, es mucho
más fácil asustar a un niño para que se esté quietecito que molestarse en
acompañarlo.
Cuántas cosas, aparentemente inofensivas, se hacen con
nuestros hijos por inercia, porque lo escuchamos, porque resulta fácil, porque
nos lo dijeron a nosotros tiempo atrás. Qué distinto sería todo si nos
parásemos a pensar en las alternativas. Si pensáramos al menos en dos opciones
antes de actuar. Si plantearnos lo que
hacemos por costumbre fuera parte de nuestra rutina con nuestros niños. Porque
es realmente triste darse cuenta de que, aún no queriendo hacerlo, aún teniendo
premeditado evitar esos comentarios, te sorprendes a veces balbuceando estas
amenazas por pura inercia, porque ya lo has oído antes. Así de peligrosa es la
corriente.
Podemos decirles que hay un monstruo en ese sitio oscuro
para acomodarnos, ya no la vida, sino sólo la tarde, pero luego osamos
exigirles que no teman a la oscuridad. (¿Perdón?)
Por si quedara duda de que la culpa siempre es de los niños, les convencemos de
que son ellos quienes tienen el problema. Estamos alimentando la saca de lo
absurdo sin miramiento alguno para engordar los problemas que nosotros mismos
hemos creado y dejar luego que alguien
(¡quien sea, por dios!) nos venda las soluciones. Suena a la cultura del
ridículo.
Pararse un momento,
respirar y acompañarles con paciencia… No puede ser tan difícil, ¿no
creéis?
Soy una mujer adulta, tengo veintinueve años y soy consciente de que no hay qué temer. Pero no lo puedo evitar: la niña que soy SABE que en la oscuridad… Hay un coco.
Holaaaaa!!! recien acabo de descubrir tu blog y lo que dices es muuuy cierto !! jamás me puse a pensar en ese "problema" , nosotros siendo adultos lo iniciamos y luego no queremos quejas... y todo por pura ociosidad ... gracias por hablarlo porque creo que muchas de nosotras no lo habíamos pensado así ... me encanta como escribes , yo también soy madre de 2 niños maravillosos de 4 y 7 años ... sigue así.. besitos desde Perú!! :)
ResponderEliminarHola Nathy! Es sorprendente cuántas cosas decimos sólo porque también nos lo decían a nosotras de niñas. Ni nos paramos a pensar en la posibilidad de que puedan tener algún efecto a largo plazo. Es como con las nanas: si no te duermes vendrá el Coco a comerte. ¡A quién no le va a dar miedo tal cosa! Menos mal que nuestros peques son pacientes con nosotros/as :)
ResponderEliminarBesos y gracias por pasarte por aquí!
De pie y aplaudiendote ole me encantó! Odio a todos esos necios que asustan e infunden miedos a los niños por pura comodidad para el adulto. Tengo dos hijas y cada día lucho para que no les digan ni les hagan creer en absurdos. Una vez a mi hija de año y medio que intentaba ver que había en una bolsa de otra mamá que estaba sentada a sus cosas de adulta,cuando vio a mi hija no tuvo otra cosa que sin levantar su culo del asiento ni soltar su copa decir,oye no toques ahí que ahí un bicho que te muerde!....gran post que con tu permiso compartiré para mover conciencias. Que la gente piensa poco!
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