¿Cuánto nos exigimos?
Quienes hemos elegido, primero desde muy dentro y luego
desde la perspectiva que avala la ciencia, una crianza consciente y respetuosa
a menudo nos encontramos diciendo y exponiendo que queremos respetar los ritmos
de nuestros hijos, colmar sus necesidades sin anular su individualidad,
dotarles de un sentido natural de lo que está bien y lo que es justo (“no hagas
esto por el premio, hazlo porque de verdad quieres hacerlo”), animarlos a
expresar sus sentimientos y emociones porque todos, incluso la ira, son naturales y sanos.
Respetamos sus
ritmos, sí. Pero ¿y qué pasa con los nuestros?
Quienes hemos elegido esta línea de crianza nos encontramos
demasiadas veces no permitiéndonos hacer aquello para lo que alentamos a
nuestros retoños: no nos permitimos enfadarnos. Y no estoy diciendo que no lo
hagamos: estoy diciendo que no nos lo permitimos. Nos sentimos culpables si no
nos controlamos en la medida que hubiéramos deseado. ¿Es eso sano?
Normalmente, siempre creemos en la enseñanza mediante el
ejemplo. Podemos aprobar, incluso alentar en ocasiones, en nuestros hijos que
sientan rabia o enfado, porque mediante
su expresión y aceptación aprenderán a gestionarlo como una emoción natural del
ser humano y no serán esclavos de su propia ira. Pero, ¿y nosotros? ¿No somos
esclavos de nuestra aversión a la ira?
Puede que le esté enseñando a mi hijo que debe aprender a
controlarse (en el marco de lo que aquí entendemos por “controlar”) ahora que
es pequeño, porque cuando sea un adulto no se le permitirá expresar tal emoción.
No. No es eso lo que le quiero transmitir. No quiero que aprenda que lo que se
le permite ahora no se le permitirá en su vida adulta. Quiero que en nuestra
casa, en nuestro refugio, la justicia funcione en ambas direcciones, y puede
que para eso no sólo deba otorgarle a él los derechos que tenemos nosotros,
sino que quizá debería empezar a
otorgarme a mí misma los derechos que le doy a él.
Tal vez los momentos de “debilidad”, cuando uno sucumbe a su
rabia y explota en un grito, no fueran tan alarmantes si no nos pillaran a
nosotros tan por sorpresa como a ellos.
Si quiero enseñarle mediante el ejemplo, la gestión de la
rabia, la frustración o cualquier otro sentimiento de los que se consideran
“malos” no debe ser una anulación del
sentimiento, sino una muestra de verdadero autocontrol. Y el autocontrol no
consiste en masticar y tragar toda emoción no deseada, no. El autocontrol debe
consistir en aceptar que esa emoción aflore en la medida que nos haga sentir
mejor sin necesariamente hacer sentir peor a otro y sin que nos sintamos
culpables después.
Si en un momento dado sentimos que perdemos los papeles y
alzamos la voz, la reacción no debería ser guardar silencio y sentir vergüenza
por haber gritado. Deberíamos aceptar que, aun siendo padres que hemos elegido
una crianza consciente, somos humanos,
capaces de enfadarnos, capaces de gritar como expresión de nuestro enfado.
No tendríamos que intentar no gritar: si nos permitiéramos a nosotros mismos
enfadarnos, estaríamos preparados para hacerlo del modo correcto cuando llegue
ese momento.
Porque, reconozcámoslo, ese momento llegará. Un bebé de dos
meses o un niño de dos años tal vez aún no haya tenido muchas ocasiones para
ponernos a prueba pero, tarde o temprano, lo hará. Y no sólo es nuestro
derecho, en este círculo de justicia y equidad que queremos en nuestro hogar,
el reaccionar con enfado, sino que tendríamos que empezar a plantearnos como un
deber el enseñar a nuestros hijos cómo trabajar realmente esa rabia.
Nos gusta darles espacio cuando ellos se enfadan,
respetarlos, decirles incluso que les entendemos y que pueden estar enfadados.
Eso es sano (creo que mucho). Pero ¿les
estamos dando un ejemplo REAL de cómo trabajar con todo eso? Porque, creo,
darle ese ejemplo es mi responsabilidad.
Somos muy conscientes del respeto que profesamos a la
evolución natural de nuestros hijos, pero a veces nos olvidamos de dejarnos
evolucionar a nosotros también. Tenemos
que perdonarnos de antemano y atrevernos a permitirnos ser espontáneos,
auténticos, naturales también en esto. Cuando hayamos aceptado esta faceta
nuestra, de todos, la que menos nos gusta, estaremos preparados para poder
reaccionar con enfado ante una situación que nos supera, pero con la clase de
enfado que nos gustaría que ellos desarrollaran: sano, tranquilo, sólo nuestro.
Un estado pasajero que pasa como un nubarrón: llega con el viento y con el
viento se va.
¿Y si no podemos? ¿Y si me permito cabrearme y me paso de la
raya? Entonces tendríamos que aprovechar la oportunidad, porque sólo se me ocurre
una cosa más humana que un padre permitiéndose ser natural ante sus hijos, y es
un padre permitiéndose mostrarse arrepentido ante ellos. El perdón es un modo
de justicia; una forma de arte que también funciona en ambas direcciones.
me toca muy de cerca lo que escribiste. mi infancia transcurrió soportando las explosiones violentas de ira de mi padre. temiendo siempre la próxima.
ResponderEliminarahora tengo un hijo y me cuesta muchísimo manejar mi enojo. he logrado no sentirme culpable por enojarme, lo cual creo que ya es un logro importante. pero no puedo expresarlo. lo reprimo porque no quiero que mi hijo se asuste. no se me ocurren maneras "tranquilas" de expresarlo, porque no las conocí. seguiremos en la búsqueda...
Desde luego, me parece todo un logro que hayas conseguido no sentirte culpable. Quizás sea lo más difícil, porque no hablamos de controlar una reacción, sino una emoción, y eso es muy difícil. Hace poco leí una cita sobre esto que me gustó mucho:
Eliminar"Paciencia no es cargar y aguantar hasta no poder más y explotar. Paciencia es el arte de liberarse de cargas emocionales innecesarias para mantener mi estado de paz."
Puede que no necesitáramos llegar al extremo de tener que elegir entre expresar o reprimir una emoción fuerte si consiguiéramos ir liberándola en dosis justas, según esa emoción nos va llegando... Como tú bien dices, seguimos aprendiendo. Un abrazo!